3. Las tres tradiciones
narrativas del Génesis y en particular la Obra del Yahwista
Las
páginas que ofrecemos son una copia de uno de los grandes del Antiguo
Testamento. Gerhard von Rad, conocido principalmente por tu Teología del Antiguo
Testamento. En 1949 publicó su comentario a El Libro del Génesis (Ediciones
Sígueme 1977, traducción de la novena edición alemana publicada en 1972). Estas
páginas que son parte de la introducción a la obra quieren poner al alumno ante
la vibración, la cálida emoción, que produce al investigar el contacto con el
texto sagrado. Nos referimos muy especialmente al modo como von Rad explica la
Teología genial del Yahwista, una de las obras religiosas cumbres de la
humanidad. Es consciente el autor de que está trabajando con hipótesis, pero es
un camino legítimo. Escuchar a estos grandes maestros es una experiencia muy
gratificante para que luego uno, por sí mismo, se acerca al manantial de los mismos
textos bíblicos en directo.
Guadalajara,
23 enero 2013.
Rufino María Grández
Las tres fuentes narrativas
Las consideraciones
precedentes presuponen cierto conocimiento, que ha llegado a imponerse dentro
de la ciencia veterotestamentaria actual gracias a un trabajo de investigación
que ha durado 200 años. Me refiero a lo siguiente: los Libros bíblicos desde el
Génesis hasta Josué consisten en varias fuentes literarias que corren a lo
largo de ellos, y que a posteriori el redactor superpuso y entremezcló con mayor
o menor arte. Las dos fuentes más antiguas se llaman (a causa del uso
característico que cada una de ellas hace del nombre de Dios) “Yahwista” (J) y “Elohísta” (E). Al Yahwista se le asigna una fecha en torno al año 950
aC y al Elohísta otra más tardía: unos dos siglos después, posiblemente. El
Deuteronomio (D) debe ser considerado aparte desde el punto de vista literario;
lo encontramos en el quinto Libro del Hexateuco, pero también hay adiciones y
elaboraciones deuteronomistas en el Libro de Josué. La fuente más moderna es el
escrito “Sacerdotal” (P); su elaboración (excluyendo desde luego las adiciones
posteriores) se remonta sólo a la época postexílica; quizá entre los años 538 y
450 aC.
El significado de
estas localizaciones cronológicas, que por lo demás no son más que meras
hipótesis, no debe ser sobreestimado, pues sólo se refieren al estado
definitivo de la composición literaria. El problema de la edad de cada una de
las respectivas tradiciones literarias que atañen a cada una de estas fuentes,
debe ser considerado separadamente. Así, por ejemplo, la más moderna de las
tres (P) contiene una gran cantidad de materiales más antiguos y más recientes.
No es éste el lugar
apropiado para una caracterización poco menos que exhaustiva de los modos de
exponer de cada una de estas fuentes. Valgan algunas indicaciones.
Sólo voces de admiración puede suscitar la genialidad del
relato Yahwista. Con razón se ha juzgado la maestría artística de estas
narraciones, como una de las obras más grandes de la historia del pensamiento
humano de todos los tiempos. Una claridad maravillosa y una sencillez extrema
distinguen la presentación de cada escena. La parquedad de medios es verdaderamente
pasmosa, y no obstante la mirada de este narrador abarca la totalidad de la
vida humana con sus sublimidades y sus abismos. Ha convertido al hombre y a lo
humano en objeto de su exposición, con un realismo inigualado; tanto los
enigmas y conflictos de sus hechos y sus caminos externos, como los yerros y
las turbaciones de lo más íntimo de su corazón. Es el gran psicólogo de los narradores
bíblicos.
Mas no describe al
hombre que se cree solo en el mundo con sus desesperaciones y sus deseos, sino
a ese hombre al que se reveló el Dios vivo; a ese hombre por tanto que se ha convertido en
objeto de interpelación divina, de divino juicio, de actuación y salvación divinas.
Así pues, en la historia de los orígenes, pone él bajo las luces de la
revelación las grandes interrogantes de la humanidad: creación y naturaleza,
pecado y sufrimiento, hombre y mujer, disputas entre hermanos, el desorden en
el mundo de las naciones, etc. Pero sobre todo se ocupa de los caminos de Dios
cuando Israel comenzaba; de sus milagros patentes y de sus misterios ocultos.
Ve la elección de la comunidad veterotestamentaria con todo lo que ella tiene
de inconcebible, y da respuesta en Gen 12,3, al enigma de esta conducción
divina con la plenipotencia de un profeta: “Yahwé es el Dios del mundo, su ser
es sentido por doquier con el más profundo de los respetos” (Pr).
Y sin embargo la narración yahwista precisamente, está llena de los
antropomorfismos más osados. Con el fresquito del atardecer, Yahwé pasea por el
Jardín; cierra él mismo la puerta del Arca; desciende para contemplar la Torre
de Babel, etc. Pero aquí habla algo que es totalmente distinto del candor ingenuo
de un narrador arcaico; más bien se trata de esa despreocupación, de esa falta
de reparos que no puede ser más que huella de una espiritualidad elevada y
madura. Esta espiritualidad transparente como el cristal, pero también como el
cristal quebradiza, propia de las narraciones yahwistas, sitúa a la exégesis
correspondiente ante una tarea difícil, casi insoluble, si es que no quiere
ofrecer un producto grosero.
La obra del Elohísta apareció
uno o dos siglos más tarde. Poco después fue íntimamente fusionada con la del
Yahwista por la mano de un redactor. A pesar de eso se distinguen entre sí con
bastante claridad. En conjunto, no alcanzan el brillo y la maestría genial de
la presentación yahwista. Los diferentes materiales han sido tejidos con mucho
menor finura; así por ejemplo, se subraya más el aspecto exterior y sensible de
los milagros. La obra del Elohísta no plantea exigencias tan altas a la
reflexión de sus intérpretes y lectores como la del Yahwista; es más popular,
en el sentido de que toma la antigua tradición sacral viva en el pueblo y la
deja tal cual es, la espiritualiza menos que el Yahwista. Esta peculiaridad
concuerda con el hecho de que el Elohísta sólo pudo configurar unos contextos
abarcantes, no tan amplios (cfr el finalismo que caracteriza a las historias de
Abraham o de Jacob). Su vinculación con la tradición popular se acusa especialmente
en su esquema global. El Elohísta comienza con Abraham, no conoce pues una
historia de los orígenes. Queda así más cerca que el Yahwista de la antigua
forma canónica de la historia de la salvación. El Yahwista se alejó de la
tradición antigua mucho más que el Elohísta, al construir ese pórtico que es
la historia de los orígenes; mientras que el Elohísta se siente más ligado a la
forma antigua del credo, incrustada profundamente en la consciencia religiosa
del pueblo gracias a una tradición que duró siglos.
Pero tendríamos de él una imagen falseada si no se mencionase el hecho de
que en el Elohísta—superando lo simplemente popular—se acusan claros puntos de
partida para una reflexión teológica. En muchos pasajes podemos percibir una
elaboración teológica bien planificada de las antigua tradiciones. Vamos a
citar sólo dos peculiaridades del Elohísta. La inmediatez de Dios respecto al
hombre, sus apariciones, su continuo trato con la tierra: han
quedado muy reducidas. El ángel de Yahwé clama desde el cielo, ya no se le
concibe yendo y viniendo sobre la tierra (Gen 21, 17; 22,11,15). En relación
con este distanciamiento de Dios respecto al hombre y a lo terrenal, tenemos
la gran importancia que adquieren los ensueños. Ellos son ahora el plano
espiritual donde la revelación de Dios alcanza al hombre; el campo neutral de
los ensueños es en cierto modo el tercer lugar donde Dios sale al encuentro
del hombre. Mas ahí no hay aún para el hombre acceso directo a la revelación de
Dios, pues la interpretación de los ensueños no es una cosa factible sin más
para el ser humano, ya que sólo se logra en virtud de una ilustración especial
que viene de Dios (Gen 40,8; 41,15s).
A esta pérdida de la inmediatez de Dios y a su palabra revelada,
corresponde en segundo lugar la gran importancia que adquiere el profeta y su
ministerio en la obra del Elohísta. El profeta es propiamente el mediador
entre Dios y el hombre; y para esta misión es llamado. Es quien recibe la
revelación de Dios, y quien lleva ante Dios con súplicas las peticiones de los
hombres (Gen 20,7,17; Ex 15,20; 20,19; Num 11; 12,6ss; 21,7). La participación
del Elohísta en los profetas y sus tareas es tan fuerte, que la hipótesis de
que toda la obra elohísta procede de círculos proféticos antiguos tiene muchos
visos de ser acertada. Pero nuestra exégesis no considera ser tarea suya el
reconstruir esta obra-fuente de su forma primitiva. Su entrelazamiento con la
del Yahwista es tan íntimo que no se lograría separarlas sin graves pérdidas
en el texto. Daré cuenta caso por caso de las peculiaridades de la tradición
elohísta[1].
En cuanto al escrito Sacerdotal, diré que es totalmente distinto de
las fuentes que acabamos de caracterizar. Sus textos pueden ser reconocidos
hasta por el profano, a causa de sus peculiaridades tanto en el fondo como en
la forma. No se debe considerar este escrito como una obra narrativa; desde
luego que no. Es realmente un escrito sacerdotal, una obra escrita por
sacerdotes; es decir, contiene esencialmente una doctrina, es el
precipitado de una reflexión teológica intensiva y ordenadora. De acuerdo con
esto, la manera de exponer es distinta por completo. El lenguaje es concentrado
y macizo, pedante y sin arte. Únicamente en las cuestiones capitales se diluye un
poco la dicción—por lo general tan compacta—y se hace muy detallado, al
esforzarse en describir conceptualmente el objeto de un modo total (por ejemplo
Gen 1; 9; 17). Si en el Yahwista encontrábamos una narración de sencillez
impresionante y nada didáctica (en el sentido estricto de la palabra) en el
Sacerdotal encontramos un mínimo de narración expresiva y emoción artística. En
este sentido se ha despojado de todo ornato que pueda regalar el oído.
Sin duda, en este su despojamiento está su grandeza; pues
una sobriedad tan ceñida al tema es en realidad una manera de intensa
participación, una concentración máxima en lo revelado por Dios. Aquí todo ha
sido reflexionado y nada carece de alcance teológico, pues en esta obra
tenemos la esencia del trabajo teológico de muchas generaciones de sacerdotes.
No se ha tomado el menor
esfuerzo en describir al hombre como receptor de una revelación, ni en pintar
sus circunstancias, sus conflictos, su problemática social o anímica. En este
sentido las figuras de la exposición sacerdotal son completamente incoloras y
vagas. Todo el interés se centra exclusivamente sobre lo que viene de Dios,
sobre sus palabras, disposiciones, encargos y ordenanzas. Y así describe un
curso histórico contemplando únicamente las disposiciones y ordenanzas divinas
que se han revelado, ateniéndose tan sólo a esas divinas ordenanzas que van
fundando y asegurando de modo creciente la salvación del pueblo de Dios.
Escribe historia—pero no la historia de los hombres, sino sólo en la medida en
que se pueda hablar de una historia de las ordenanzas de Dios sobre la tierra—.
La “redacción” de una obra de este tipo no se puede contar ni por años ni por
siglos, dado el crecimiento lentísimo, inacabable, de estas tradiciones
sacrales. Si bien pudo recibir su forma definitiva en la época postexílica,
también es verdad que junto a materiales más modernos y muy reelaborados teológicamente,
hay también otros más antiguos con un aspecto sumamente arcaico y apenas
modificado.
La
taracea redaccional formada por este escrito-fuente, y el Yahwista y el
Elohísta—que ya se habían fusionado en una unidad (el “Jehovista”)—, no pudo ser
tan íntima, dada la naturaleza del uno y la de los otros. Por regla general los
textos sacerdotales fueron insertados en su lugar sin fusionarlos dentro del
Hexateu- co. En el Génesis, el redactor—prescindiendo de pequeños aditamentos
sacerdotales—sólo se vio precisado en la historia del diluvio a mezclar en un texto
las tradiciones P y J.
El Hexateuco en su forma actual nació
de la mano de redactores que percibieron el testimonio de fe de cada una de
estas fuentes en su peculiaridad respectiva, y lo consideraron vinculante. No
cabe duda de que el Hexateuco, ahora en su forma definitiva, requiere mucho
esfuerzo por parte de sus lectores. Muchas épocas, muchos hombres, muchas
tradiciones y teologías han edificado esta obra gigante. Sólo adquirirá una
recta comprensión del Hexateuco aquel que lo lea conociendo su dimensión en
profundidad, quien sepa que en él hablan revelaciones y experiencias de fe
pertenecientes a muchas épocas. Pues ninguno de los estadios
pertenecientes a la larga gestación de esta obra ha sido superado realmente; de
todas estas fases recibió algo que ha perdurado en la forma definitiva del
Hexateuco.
El problema
teológico del Yahwista
Queda
todavía por contestar a una cuestión, para que entendamos la obra yahwista (y
elohísta) en particular.
En
la obra del Yahwista se ha insertado un gran número de tradiciones cultuales
singulares; materiales creados por el culto, formados y conservados durante
largo tiempo. Pero ahora esta vinculación y aparato cultuales han quedado
disueltos sin dejar rastro, como ya hemos visto. Es como si hubiesen pasado por
el estado de crisálida y ahora hubiesen surgido libres con figura nueva. Todos
ellos se han levantado muy por encima de su tierra- -madre cultual, y tras
haber alcanzado autonomía, se mueven en una atmósfera casi o totalmente ajena
al culto. Este corte expresamente espiritual del Yahwista—casi sin parangón,
por otra parte, en toda la historia de la fe veterotestamentaria—nos alienta
como un fresco soplo venido de la época de Salomón, que fue una era de libertad
de espíritu.
Pues
bien, la pregunta es si este desarrollo de las tradiciones no constituyó el
camino de una forzosa secularización, o si la pérdida sufrida por ellas a causa
primeramente de su separación del culto no fue compensada por una vinculación
teológica nueva y distinta. Un testimonio en el sentido .teológico del término,
sólo surge cuando hay relación con una revelación previa de un acto divino; y
resulta en verdad inconcebible de todo punto, el que el Yahwista se pusiese a
hablar a su pueblo sin una cobertura de esa especie para sus palabras.
Por
tanto, no cabe duda de que será útil preguntar cuál fue el hecho divino bajo
cuya sombra cobijó el Yahwista toda su obra. El antiguo Israel veía el hablar y
el actuar de Dios, ligado siempre a instituciones sagradas; especialmente al
estrecho ámbito del sacrificio y del oráculo sacerdotal. Pero también en el
campo ya más vasto de la guerra santa, o del carisma de un dirigente elegido;
en el “terror de Dios” que se abatía sobre el enemigo sin que hubiese una
intervención humana previa, o en otros prodigios que se produjeron cuando la
conquista de tierra santa; en todos
EL LIBRO DEL
GENESIS. 3 esos campos—digo—, se
experimentaron las intervenciones graciosas y salvadoras de Dios. En el
Yahwista, sin embargo, la actuación de Dios es considerada de manera
esencialmente distinta. No es que él discuta las posibilidades con que contaron
sus predecesores, pero sí supera en mucho sus concepciones de la fe. El Yahwista
ve por igual la actuación directora de Dios, tanto en las cosas tocantes a la
gran historia como en el callado transcurso de la vida de un hombre, la percibe
en las cosas sagradas y no menos en las profanas, lo mismo en los grandes
milagros que en la intimidad más recóndita de los corazones. (En las historias
de Jacob y José nos veremos conducidos incluso a la idea de que Dios actúa
hasta mediante el pecado de los hombres...) En una palabra: el centro de
gravedad de la actuación divina trasciende de súbito las instituciones sacras,
y queda quizá más oculto a los ojos de los hombres, pues ahora es también la
esfera de lo profano un ámbito de dicha actuación.
La
actuación de Dios es vista pues de manera más total, sin intermitencias, con
mayor continuidad. El Yahwista expone una sola historia de las disposiciones y
directrices de Dios. Y en todas las esferas de la vida, patentes o latentes, se
revela la Providencia del Señor.
Esta
manera de considerar las cosas, que no ve la actuación de Dios ligada a las
instituciones cultuales santificadas desde tiempos remotos, sino que se atrevió
a descifrarla retrospectivamente en la enmarañada madeja de los caminos
seguidos por la historia política y personal, constituyó algo nuevo respecto a
la antigua concepción cultual de los patriarcas; pero se halla efectivamente
en vinculación intimísima con los grandes acontecimientos históricos, en
especial con los acaecidos en tiempos de David. La antigua confederación de
tribus (época de los Jueces) se había disuelto, y la vida del pueblo comenzaba
a salir del cascarón de las formas antiguas donde había anidado, y a
convertirse en profana. Ya en tiempos de Saúl, la voluntad estatal se había
emancipado de las antiguas ordenanzas cultuales; proceso que realizó desde
luego nuevos progresos bajo el aparato estatal davídico—construido ajustándose
más a un plan—, bajo su joven corte y bajo su organización militar. Los
diferentes campos de la vida del pueblo se fueron haciendo cada vez más
independientes y presentaron mayores exigencias. Sea como fuere, la época en
que las ordenanzas sacrales estaban por encima de todas las demás reglas de la
vida, había pasado. ¿Supuso esto que Israel fue dejado de la mano de su antiguo
Dios, del Dios de los patriarcas y de Moisés? ¿Supuso esto su salida del radio
de acción de su salvación y su guía? He aquí la gran pregunta.
No
le será difícil al lector encontrarle respuesta, leyéndola en la obra del
Yahwista. Esta narración bulle de confianza poderosísima en la cercanía de
Yahwé, en la inmediatez de su égida y en la posibilidad de hablar de todo—hasta
de lo más simple—con nuevo lenguaje religioso. Verdad es que para realzar todo
el elenco nocional del Yahwista hay que poner a contribución junto a su
historia de los patriarcas, también los relatos que figuran en el Éxodo y los
Números sobre Moisés, sobre el acontecimiento del Sinaí y sobre la
peregrinación por el desierto. Quedará entonces claro que los tiempos antiguos,
incluida la época de los Jueces, han quedado muy atrás. Pero de todos modos, es
tanto lo que se destaca la situación histórica presupuesta por la obra del Yahwista,
que ésta no pudo menos de haber sido producida en los primeros tiempos
posteriores a la formación del Estado. Resulta curioso ver cómo las tribus han
abandonado ya su vida política propia, sin que por otra parte no se pueda
vislumbrar en parte ninguna absolutamente nada de la profunda división de
Israel en dos reinos6. Pero mucho más importante que los cambios
políticos (inducibles desde el efecto a la causa), es la mutación sufrida por
las nociones religiosas que se habían convertido en “más modernas” respecto a
las de los arcaicos tiempos de los Jueces. Tras la obra del Yahwista tenemos
una nueva experiencia de Dios. Diríase que en esta obra, que es sin embargo una
historia única de disposiciones y directrices prodigiosas, podemos ventear
también la frescura y el regocijo de todo descubridor.
Había que hacer estas
consideraciones, a fin de que el lector de tales historias no se engaña a sí
mismo por lo familiares que le son, sino que pueda captarlas en toda su revolucionaria
actualidad partiendo de un trasfondo totalmente distinto.
0 Con más detalles en H. W. Wolff,
Das Kerygma des Jahwisten, Gesammelte
Studien zum Alten Testament, 1964, págs. 345ss.
[1]
A propósito del Elohísta, véase H. W. Wolff, Zur Thematik der elo- histischen
Fragmente im Pentateuch, en: Ev. Theologie 1969, págs 59ss.
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