miércoles, 23 de enero de 2013

3. Las tres tradiciones narrativas del Génesis y en particular la Obra del Yahwista



3. Las tres tradiciones narrativas del Génesis y en particular la Obra del Yahwista

Las páginas que ofrecemos son una copia de uno de los grandes del Antiguo Testamento. Gerhard von Rad, conocido principalmente por tu Teología del Antiguo Testamento. En 1949 publicó su comentario a El Libro del Génesis (Ediciones Sígueme 1977, traducción de la novena edición alemana publicada en 1972). Estas páginas que son parte de la introducción a la obra quieren poner al alumno ante la vibración, la cálida emoción, que produce al investigar el contacto con el texto sagrado. Nos referimos muy especialmente al modo como von Rad explica la Teología genial del Yahwista, una de las obras religiosas cumbres de la humanidad. Es consciente el autor de que está trabajando con hipótesis, pero es un camino legítimo. Escuchar a estos grandes maestros es una experiencia muy gratificante para que luego uno, por sí mismo, se acerca al manantial de los mismos textos bíblicos en directo.
Guadalajara, 23 enero 2013.
Rufino María Grández


Las tres fuentes narrativas

Las consideraciones precedentes presuponen cierto conoci­miento, que ha llegado a imponerse dentro de la ciencia veterotestamentaria actual gracias a un trabajo de investigación que ha durado 200 años. Me refiero a lo siguiente: los Libros bíblicos desde el Génesis hasta Josué consisten en varias fuentes litera­rias que corren a lo largo de ellos, y que a posteriori el redactor superpuso y entremezcló con mayor o menor arte. Las dos fuen­tes más antiguas se llaman (a causa del uso característico que cada una de ellas hace del nombre de Dios) “Yahwista” (J) y “Elohísta” (E). Al Yahwista se le asigna una fecha en torno al año 950 aC y al Elohísta otra más tardía: unos dos siglos después, posiblemente. El Deuteronomio (D) debe ser considerado aparte desde el punto de vista literario; lo encontramos en el quinto Libro del Hexateuco, pero también hay adiciones y elaboraciones deuteronomistas en el Libro de Josué. La fuente más moderna es el escrito “Sacerdotal” (P); su elaboración (excluyendo desde luego las adiciones posteriores) se remonta sólo a la época postexílica; quizá entre los años 538 y 450 aC.
El significado de estas localizaciones cronológicas, que por lo demás no son más que meras hipótesis, no debe ser sobreestimado, pues sólo se refieren al estado definitivo de la composición lite­raria. El problema de la edad de cada una de las respectivas tra­diciones literarias que atañen a cada una de estas fuentes, debe ser considerado separadamente. Así, por ejemplo, la más moderna de las tres (P) contiene una gran cantidad de materiales más anti­guos y más recientes.
No es éste el lugar apropiado para una caracterización poco menos que exhaustiva de los modos de exponer de cada una de estas fuentes. Valgan algunas indicaciones.

Sólo voces de admiración puede suscitar la genialidad del re­lato Yahwista. Con razón se ha juzgado la maestría artística de estas narraciones, como una de las obras más grandes de la histo­ria del pensamiento humano de todos los tiempos. Una claridad maravillosa y una sencillez extrema distinguen la presentación de cada escena. La parquedad de medios es verdaderamente pas­mosa, y no obstante la mirada de este narrador abarca la totali­dad de la vida humana con sus sublimidades y sus abismos. Ha convertido al hombre y a lo humano en objeto de su exposición, con un realismo inigualado; tanto los enigmas y conflictos de sus hechos y sus caminos externos, como los yerros y las turbaciones de lo más íntimo de su corazón. Es el gran psicólogo de los na­rradores bíblicos.
Mas no describe al hombre que se cree solo en el mundo con sus desesperaciones y sus deseos, sino a ese hombre al que se reveló el Dios vivo; a ese hombre por tanto que se ha convertido en objeto de interpelación divina, de divino juicio, de actuación y salvación divinas. Así pues, en la historia de los orígenes, pone él bajo las luces de la revelación las grandes interrogantes de la humanidad: creación y naturaleza, pecado y sufrimiento, hombre y mujer, disputas entre hermanos, el desorden en el mundo de las naciones, etc. Pero sobre todo se ocupa de los caminos de Dios cuando Israel comenzaba; de sus milagros patentes y de sus mis­terios ocultos. Ve la elección de la comunidad veterotestamentaria con todo lo que ella tiene de inconcebible, y da respuesta en Gen 12,3, al enigma de esta conducción divina con la plenipoten­cia de un profeta: “Yahwé es el Dios del mundo, su ser es sen­tido por doquier con el más profundo de los respetos” (Pr).
Y sin embargo la narración yahwista precisamente, está llena de los antropomorfismos más osados. Con el fresquito del atar­decer, Yahwé pasea por el Jardín; cierra él mismo la puerta del Arca; desciende para contemplar la Torre de Babel, etc. Pero aquí habla algo que es totalmente distinto del candor ingenuo de un narrador arcaico; más bien se trata de esa despreocupa­ción, de esa falta de reparos que no puede ser más que huella de una espiritualidad elevada y madura. Esta espiritualidad trans­parente como el cristal, pero también como el cristal quebradiza, propia de las narraciones yahwistas, sitúa a la exégesis corres­pondiente ante una tarea difícil, casi insoluble, si es que no quie­re ofrecer un producto grosero.

La obra del Elohísta apareció uno o dos siglos más tarde. Poco después fue íntimamente fusionada con la del Yahwista por la mano de un redactor. A pesar de eso se distinguen entre sí con bastante claridad. En conjunto, no alcanzan el brillo y la maes­tría genial de la presentación yahwista. Los diferentes materiales han sido tejidos con mucho menor finura; así por ejemplo, se subraya más el aspecto exterior y sensible de los milagros. La obra del Elohísta no plantea exigencias tan altas a la reflexión de sus intérpretes y lectores como la del Yahwista; es más po­pular, en el sentido de que toma la antigua tradición sacral viva en el pueblo y la deja tal cual es, la espiritualiza menos que el Yahwista. Esta peculiaridad concuerda con el hecho de que el Elohísta sólo pudo configurar unos contextos abarcantes, no tan amplios (cfr el finalismo que caracteriza a las historias de Abraham o de Jacob). Su vinculación con la tradición popular se acusa es­pecialmente en su esquema global. El Elohísta comienza con Abraham, no conoce pues una historia de los orígenes. Queda así más cerca que el Yahwista de la antigua forma canónica de la historia de la salvación. El Yahwista se alejó de la tradición anti­gua mucho más que el Elohísta, al construir ese pórtico que es la historia de los orígenes; mientras que el Elohísta se siente más ligado a la forma antigua del credo, incrustada profundamente en la consciencia religiosa del pueblo gracias a una tradición que duró siglos.
Pero tendríamos de él una imagen falseada si no se mencio­nase el hecho de que en el Elohísta—superando lo simplemente po­pular—se acusan claros puntos de partida para una reflexión teo­lógica. En muchos pasajes podemos percibir una elaboración teo­lógica bien planificada de las antigua tradiciones. Vamos a citar sólo dos peculiaridades del Elohísta. La inmediatez de Dios res­pecto al hombre, sus apariciones, su continuo trato con la tierra: han quedado muy reducidas. El ángel de Yahwé clama desde el cielo, ya no se le concibe yendo y viniendo sobre la tierra (Gen 21, 17; 22,11,15). En relación con este distanciamiento de Dios res­pecto al hombre y a lo terrenal, tenemos la gran importancia que adquieren los ensueños. Ellos son ahora el plano espiritual donde la revelación de Dios alcanza al hombre; el campo neutral de los ensueños es en cierto modo el tercer lugar donde Dios sale al en­cuentro del hombre. Mas ahí no hay aún para el hombre acceso directo a la revelación de Dios, pues la interpretación de los en­sueños no es una cosa factible sin más para el ser humano, ya que sólo se logra en virtud de una ilustración especial que viene de Dios (Gen 40,8; 41,15s).
A esta pérdida de la inmediatez de Dios y a su palabra reve­lada, corresponde en segundo lugar la gran importancia que ad­quiere el profeta y su ministerio en la obra del Elohísta. El pro­feta es propiamente el mediador entre Dios y el hombre; y para esta misión es llamado. Es quien recibe la revelación de Dios, y quien lleva ante Dios con súplicas las peticiones de los hombres (Gen 20,7,17; Ex 15,20; 20,19; Num 11; 12,6ss; 21,7). La parti­cipación del Elohísta en los profetas y sus tareas es tan fuerte, que la hipótesis de que toda la obra elohísta procede de círculos proféticos antiguos tiene muchos visos de ser acertada. Pero nuestra exégesis no considera ser tarea suya el reconstruir esta obra-fuente de su forma primitiva. Su entrelazamiento con la del Yahwista es tan íntimo que no se lograría separarlas sin gra­ves pérdidas en el texto. Daré cuenta caso por caso de las pecu­liaridades de la tradición elohísta[1].

En cuanto al escrito Sacerdotal, diré que es totalmente distin­to de las fuentes que acabamos de caracterizar. Sus textos pueden ser reconocidos hasta por el profano, a causa de sus peculiaridades tanto en el fondo como en la forma. No se debe considerar este escrito como una obra narrativa; desde luego que no. Es real­mente un escrito sacerdotal, una obra escrita por sacerdotes; es decir, contiene esencialmente una doctrina, es el precipitado de una reflexión teológica intensiva y ordenadora. De acuerdo con esto, la manera de exponer es distinta por completo. El lenguaje es concentrado y macizo, pedante y sin arte. Únicamente en las cuestiones capitales se diluye un poco la dicción—por lo general tan compacta—y se hace muy detallado, al esforzarse en describir conceptualmente el objeto de un modo total (por ejemplo Gen 1; 9; 17). Si en el Yahwista encontrábamos una narración de senci­llez impresionante y nada didáctica (en el sentido estricto de la palabra) en el Sacerdotal encontramos un mínimo de narración expresiva y emoción artística. En este sentido se ha despojado de todo ornato que pueda regalar el oído.
Sin duda, en este su despojamiento está su grandeza; pues una sobriedad tan ceñida al tema es en realidad una manera de intensa participación, una concentración máxima en lo revelado por Dios. Aquí todo ha sido reflexionado y nada carece de al­cance teológico, pues en esta obra tenemos la esencia del trabajo teológico de muchas generaciones de sacerdotes. No se ha tomado el menor esfuerzo en describir al hombre como receptor de una revelación, ni en pintar sus circunstancias, sus conflictos, su problemática social o anímica. En este sentido las figuras de la exposición sacerdotal son completamente incoloras y vagas. Todo el interés se centra exclusivamente sobre lo que viene de Dios, sobre sus palabras, disposiciones, encargos y ordenanzas. Y así describe un curso histórico contemplando únicamente las dis­posiciones y ordenanzas divinas que se han revelado, ateniéndose tan sólo a esas divinas ordenanzas que van fundando y aseguran­do de modo creciente la salvación del pueblo de Dios. Escribe his­toria—pero no la historia de los hombres, sino sólo en la medida en que se pueda hablar de una historia de las ordenanzas de Dios sobre la tierra—. La “redacción” de una obra de este tipo no se puede contar ni por años ni por siglos, dado el crecimiento len­tísimo, inacabable, de estas tradiciones sacrales. Si bien pudo re­cibir su forma definitiva en la época postexílica, también es ver­dad que junto a materiales más modernos y muy reelaborados teo­lógicamente, hay también otros más antiguos con un aspecto su­mamente arcaico y apenas modificado.
La taracea redaccional formada por este escrito-fuente, y el Yahwista y el Elohísta—que ya se habían fusionado en una unidad (el “Jehovista”)—, no pudo ser tan íntima, dada la naturaleza del uno y la de los otros. Por regla general los textos sacerdotales fueron insertados en su lugar sin fusionarlos dentro del Hexateu- co. En el Génesis, el redactor—prescindiendo de pequeños adita­mentos sacerdotales—sólo se vio precisado en la historia del di­luvio a mezclar en un texto las tradiciones P y J.
El Hexateuco en su forma actual nació de la mano de redac­tores que percibieron el testimonio de fe de cada una de estas fuentes en su peculiaridad respectiva, y lo consideraron vincu­lante. No cabe duda de que el Hexateuco, ahora en su forma de­finitiva, requiere mucho esfuerzo por parte de sus lectores. Mu­chas épocas, muchos hombres, muchas tradiciones y teologías han edificado esta obra gigante. Sólo adquirirá una recta com­prensión del Hexateuco aquel que lo lea conociendo su dimensión en profundidad, quien sepa que en él hablan revelaciones y expe­riencias de fe pertenecientes a muchas épocas. Pues ninguno de los estadios pertenecientes a la larga gestación de esta obra ha sido superado realmente; de todas estas fases recibió algo que ha perdurado en la forma definitiva del Hexateuco.
El problema teológico del Yahwista
Queda todavía por contestar a una cuestión, para que enten­damos la obra yahwista (y elohísta) en particular.
En la obra del Yahwista se ha insertado un gran número de tradiciones cultuales singulares; materiales creados por el culto, formados y conservados durante largo tiempo. Pero ahora esta vinculación y aparato cultuales han quedado disueltos sin dejar rastro, como ya hemos visto. Es como si hubiesen pasado por el estado de crisálida y ahora hubiesen surgido libres con figura nue­va. Todos ellos se han levantado muy por encima de su tierra- -madre cultual, y tras haber alcanzado autonomía, se mueven en una atmósfera casi o totalmente ajena al culto. Este corte expre­samente espiritual del Yahwista—casi sin parangón, por otra par­te, en toda la historia de la fe veterotestamentaria—nos alienta como un fresco soplo venido de la época de Salomón, que fue una era de libertad de espíritu.
Pues bien, la pregunta es si este desarrollo de las tradiciones no constituyó el camino de una forzosa secularización, o si la pérdida sufrida por ellas a causa primeramente de su separación del culto no fue compensada por una vinculación teológica nueva y distinta. Un testimonio en el sentido .teológico del término, sólo surge cuando hay relación con una revelación previa de un acto divino; y resulta en verdad inconcebible de todo punto, el que el Yahwista se pusiese a hablar a su pueblo sin una cobertura de esa especie para sus palabras.
Por tanto, no cabe duda de que será útil preguntar cuál fue el hecho divino bajo cuya sombra cobijó el Yahwista toda su obra. El antiguo Israel veía el hablar y el actuar de Dios, ligado siempre a instituciones sagradas; especialmente al estrecho ámbito del sa­crificio y del oráculo sacerdotal. Pero también en el campo ya más vasto de la guerra santa, o del carisma de un dirigente ele­gido; en el “terror de Dios” que se abatía sobre el enemigo sin que hubiese una intervención humana previa, o en otros prodigios que se produjeron cuando la conquista de tierra santa; en todos
EL LIBRO DEL GENESIS. 3 esos campos—digo—, se experimentaron las intervenciones gra­ciosas y salvadoras de Dios. En el Yahwista, sin embargo, la ac­tuación de Dios es considerada de manera esencialmente distinta. No es que él discuta las posibilidades con que contaron sus pre­decesores, pero sí supera en mucho sus concepciones de la fe. El Yahwista ve por igual la actuación directora de Dios, tanto en las cosas tocantes a la gran historia como en el callado transcurso de la vida de un hombre, la percibe en las cosas sagradas y no menos en las profanas, lo mismo en los grandes milagros que en la in­timidad más recóndita de los corazones. (En las historias de Ja­cob y José nos veremos conducidos incluso a la idea de que Dios actúa hasta mediante el pecado de los hombres...) En una pala­bra: el centro de gravedad de la actuación divina trasciende de súbito las instituciones sacras, y queda quizá más oculto a los ojos de los hombres, pues ahora es también la esfera de lo pro­fano un ámbito de dicha actuación.
La actuación de Dios es vista pues de manera más total, sin intermitencias, con mayor continuidad. El Yahwista expone una sola historia de las disposiciones y directrices de Dios. Y en todas las esferas de la vida, patentes o latentes, se revela la Providencia del Señor.
Esta manera de considerar las cosas, que no ve la actuación de Dios ligada a las instituciones cultuales santificadas desde tiempos remotos, sino que se atrevió a descifrarla retrospectiva­mente en la enmarañada madeja de los caminos seguidos por la historia política y personal, constituyó algo nuevo respecto a la antigua concepción cultual de los patriarcas; pero se halla efec­tivamente en vinculación intimísima con los grandes aconteci­mientos históricos, en especial con los acaecidos en tiempos de David. La antigua confederación de tribus (época de los Jueces) se había disuelto, y la vida del pueblo comenzaba a salir del cas­carón de las formas antiguas donde había anidado, y a convertirse en profana. Ya en tiempos de Saúl, la voluntad estatal se había emancipado de las antiguas ordenanzas cultuales; proceso que realizó desde luego nuevos progresos bajo el aparato estatal davídico—construido ajustándose más a un plan—, bajo su joven corte y bajo su organización militar. Los diferentes campos de la vida del pueblo se fueron haciendo cada vez más independientes y presentaron mayores exigencias. Sea como fuere, la época en que las ordenanzas sacrales estaban por encima de todas las de­más reglas de la vida, había pasado. ¿Supuso esto que Israel fue dejado de la mano de su antiguo Dios, del Dios de los patriarcas y de Moisés? ¿Supuso esto su salida del radio de acción de su sal­vación y su guía? He aquí la gran pregunta.
No le será difícil al lector encontrarle respuesta, leyéndola en la obra del Yahwista. Esta narración bulle de confianza podero­sísima en la cercanía de Yahwé, en la inmediatez de su égida y en la posibilidad de hablar de todo—hasta de lo más simple—con nuevo lenguaje religioso. Verdad es que para realzar todo el elen­co nocional del Yahwista hay que poner a contribución junto a su historia de los patriarcas, también los relatos que figuran en el Éxodo y los Números sobre Moisés, sobre el acontecimiento del Sinaí y sobre la peregrinación por el desierto. Quedará entonces claro que los tiempos antiguos, incluida la época de los Jueces, han quedado muy atrás. Pero de todos modos, es tanto lo que se destaca la situación histórica presupuesta por la obra del Yah­wista, que ésta no pudo menos de haber sido producida en los primeros tiempos posteriores a la formación del Estado. Resulta curioso ver cómo las tribus han abandonado ya su vida política propia, sin que por otra parte no se pueda vislumbrar en parte nin­guna absolutamente nada de la profunda división de Israel en dos reinos6. Pero mucho más importante que los cambios políticos (inducibles desde el efecto a la causa), es la mutación sufrida por las nociones religiosas que se habían convertido en “más moder­nas” respecto a las de los arcaicos tiempos de los Jueces. Tras la obra del Yahwista tenemos una nueva experiencia de Dios. Diríase que en esta obra, que es sin embargo una historia única de dis­posiciones y directrices prodigiosas, podemos ventear también la frescura y el regocijo de todo descubridor.
Había que hacer estas consideraciones, a fin de que el lector de tales historias no se engaña a sí mismo por lo familiares que le son, sino que pueda captarlas en toda su revolucionaria actua­lidad partiendo de un trasfondo totalmente distinto.
0 Con más detalles en H. W. Wolff, Das Kerygma des Jahwisten, Ge­sammelte Studien zum Alten Testament, 1964, págs. 345ss.
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[1] A propósito del Elohísta, véase H. W. Wolff, Zur Thematik der elo- histischen Fragmente im Pentateuch, en: Ev. Theologie 1969, págs 59ss.

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