La Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española
(Madrid 2010) es un texto trabajado por 24 especialistas, profesores de Sagrada
Escritura. Según una instrucción pastoral del episcopado español será la única Biblia
que se ha de usar en la liturgia como leccionario litúrgico, y la traducción a
la que se remitan los documentos de la Conferencia Episcopal así como los
Catecismos.
Las Introducciones que preceden a
los libros – grupos de libros y libros en particular – están redactadas con un
pleno conocimiento de la ciencia bíblica actual. Escritas con estilo llano,
estas introducciones pueden leerlas, al igual que la gente de cultura normal, especialistas
en la materia.
Por eso, llama la atención que a
la cuestión de las cuatro fuentes del Pentateuco le dan una importancia muy
relativa, tratando de leer la unidad del mensaje bíblico en su redacción
actual, que es el único texto inspirado.
Como introducción sintética al
Pentateuco, consideramos muy iluminadora la Introducción que tomamos de la
citada Biblia.
Con el término Pentateuco se designa el
conjunto de los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico,
Números y Deuteronomio. La obra formada por estos libros se denomina también Torà, un sustantivo hebreo que se suele traducir por ley, pero que significa más bien enseñanza o instrucción.
El Pentateuco se puede leer e interpretar desde distintos puntos de vista.
Unos lo consideran como un documento
que ayuda a reconstruir el pasado. Otros, como un monumento. recreándose en sus elementos estéticos.
Otros, en fin, como un evento
de Dios que viene a los hombres en su palabra. En el fondo de estas
interpretaciones, late la idea de que el Pentateuco / la Torà es el resultado de un proceso histórico, literario o religioso. Tres aspectos
que, lejos de excluirse, se complementan.
El Pentateuco es una gran composición literaria con tres partes
fundamentales: la primera trata de los orígenes del mundo y de la humanidad
(Gén 1-11); la segunda, de los antepasados de Israel (Gén 12-50); la tercera,
del pueblo de Israel antes de su entrada en la tierra prometida (Éx-Dt). En las
dos primeras, predomina la narración; en la tercera, las narraciones se
alternan con las leyes. Entre sus múltiples personajes, destacan Adán y Noé en
la primera parte, Abrahán y Jacob en la segunda y Moisés en la tercera. Por encima
de todos, descuella el Señor, el protagonista por excelencia de la Torà.
a)
Las narraciones suelen tener carácter
histórico. Normalmente, los acontecimientos están dispuestos en una secuencia
cronológica. Esto no convierte las narraciones en una crónica de los hechos.
La «historia bíblica» no se puede entender en el sentido ciceroniano clásico de
memoria del pasado. Este se recuerda en tanto en cuanto de él se pueden
extraer lecciones para el presente y el futuro. La historia del antiguo Israel
ha llegado hasta nosotros en una vasta obra narrativa que abarca desde la
creación del mundo hasta la caída de Jerusalén y el destierro en Babilonia
(Génesis- Reyes). El Pentateuco comprende la primera parte: desde la creación
del mundo hasta la muerte de Moisés. Más que una historia de Israel, las
narraciones del Pentateuco son el relato de las gestas del Señor. No solo
presentan a Dios salvando en la historia, sino también bendiciendo. A grandes
rasgos, se pueden distinguir dos categorías: la histórica y la de providencia.
El Éxodo y Números se orientan hacia los acontecimientos históricos; el
Génesis y el Deuteronomio,
hacia la bendición.
Un aspecto fundamental de la narración es su dimensión temporal. En los
análisis de tipo narrativo, se distingue entre el tiempo narrado (la duración de las acciones y de los
acontecimientos relatados) y el tiempo de narrar
(la duración de la narración). En la primera parte del Pentateuco, el tiempo narrado es considerablemente más largo que en la
segunda. Desde la creación del mundo (Gén 1) hasta la salida de Egipto (Éx
12,40-41) transcurren 2.666 años. En cambio, desde la salida de Egipto hasta la
muerte de Moisés (Dt 34,7) soio pasan cuarenta años. Sobre el tiempo de narrar, dan una idea muy aproximada los
versículos de cada libro: Génesis, 1.534; Éxodo, 1.209; Levítico, 859; Números,
1.288, y Deuteronomio, 955.
b)
Las leyes se conservan principalmente en cinco colecciones: el Código de la Alianza (Éx
20,22-23,19), la Ley de Santidad (Lev 17-26), el Código deuteronómico (Dt
12-26), el Decálogo (Éx 20,2-17; Dt 5,6-21) y el «Derecho de privilegio del
Señor» (Éx 34,10-26). Sirven para regular el comportamiento del pueblo de Dios,
especialmente en tres áreas; la jurídica, la ética y la cultual. En el antiguo
Oriente Próximo, al igual que en Grecia y en Roma, las leyes tenían un origen
humano. Teóricamente, esto vale también para las leyes del antiguo Israel,
pero la Biblia las hace remontar a Dios. Con una diferencia fundamental: solo
el Decálogo fue transmitido directamente por Dios (Éx 20,2; Dt 5,6); las otras
leyes fueron transmitidas por Moisés (cf. Éx 20,18-21.22; Dt 5,22-31).
Las leyes del Pentateuco recibieron su impronta en el seno de la comunidad
israelita. Una comunidad de personas libres que experimentó el poder de Dios
en el momento de la liberación de Egipto y su presencia cercana en la
ratificación de la alianza, acontecimientos decisivos para que el pueblo
creyera en el Señor y aceptara sus leyes como norma de vida. Por eso la
legislación bíblica no solo aparece como un don de Dios, sino también como una
tarea para Israel.
c)
Los personajes raramente son presentados por
sí mismos; en las narraciones suelen estar al servicio de la trama.
Dios es el personaje principal. Su presencia es constante; sus palabras y
acciones, decisivas. En los momentos cruciales, interviene siempre. Se define a
sí mismo como el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob (Éx 3,6.15) y como el que hizo
salir a Israel de Egipto (Éx 20,2). El Dios de los antepasados de Israel (Gén
12-50) posee los rasgos de un patrón; el Dios del Éxodo-Deuteronomio, los de un
guerrero y un legislador. Si a ellos se suman los propios del Dios creador (Gén
1-11), ya quedan esbozados los rasgos más salientes del Dios del Pentateuco.
Abrahán es el gran antepasado de Israel. Con él comienza una nueva etapa en la
historia de la salvación. Desde los primeros pasos de la humanidad, la historia
avanza hacia Abrahán, de quien Dios hará una gran nación
(Gén 12,2). Abrahán es el padre de todo Israel, como Adán lo es de toda la
humanidad. Lo que hace de Abrahán un personaje realmente distinto y singular es
la llamada de Dios a romper con su pasado (12,1) y a emprender una nueva
aventura (12,2s), a la par que su fe y obediencia al mandato divino (12,4).
Las narraciones sobre Abrahán no intentan ofrecer una biografía del personaje.
Son en buena medida legendarias y teológicas.
El nombre de Jacob se intercambia a menudo
con el de Israel: Ya no te llamarás Jacob, sino Israel,
leemos en Gén 32,28. Los episodios relativos a su nacimiento y juventud (Gén
25,21-34; 27,1-40), a su huida y encuentro junto a un pozo con su futura
esposa (27,41-45; 29,1-14), a su matrimonio y al nacimiento de sus hijos
(29,15- 30,24), así como a su retorno y encuentro con Esaú (31,1 -32,22;
33,1-20), acreditan su personalidad individual, a la par que le van
convirtiendo en el héroe epónimo de Israel. En los rasgos individuales de Jacob
se pueden percibir algunos componentes esenciales del pueblo de Israel. La
historia de Jacob (Gén 25-50) conduce a la historia del pueblo, que comienza
en el Éxodo. La tradición no ha conservado un retrato «hagiográfico» de Jacob.
Al contrario, este aparece desde el comienzo marcado por la ambigüedad (Gén
27,18.36). Con todo, Jacob/Israel es el elegido por Dios, a quien debe su
posición especial frente a su hermano y a las naciones.
Acerca de Moisés, Éx-Dt ofrece una
«biografía» especial que abarca desde su nacimiento (Éx 2) hasta su muerte (Dt
34). No es la biografía de un lider en el sentido moderno, sino una
seudobiografía, orientada desde el interés y el destino de Israel. Moisés es un
instrumento de Dios al servicio de su pueblo. Su vocación y misión lo
configuran como un jefe a la par que como un profeta (Éx 3,10; Dt 34,10-12). En
el Sinaí, interviene como mediador entre Dios e Israel (cf. Éx 20,18s; Dt 5,5);
en el desierto, como intercesor (Éx 15,22-25; 17,1-7; Núm 11, etc.). Es «el
siervo de Dios» (Éx 14,31; Dt 34,5), con quien el mismo Dios mantuvo una
relación singular (Núm 12,6-8; Dt 34,10).
Una de las notas más destacadas de estos personajes es su carácter
itinerante. Los patriarcas transcurren gran
parte de su vida errando de un lugar para otro (cf. Dt 26,5). Su itinerario
cubre un amplio radio que va desde Ur de los caldeos (Gén 11,28), en Mesopotamia,
hasta Egipto (Gén 46,6s), pasando por Jarán (Gén 11,31) y Canaán (Gén 12,5),
donde residen la mayor parte del tiempo. Allí, cambian frecuentemente de lugar
(Gén 12,5-9; 13,3.17s; 20,lss). Los hijos de Israel
viajan desde Egipto hasta Canaán, pasando por el desierto del Sinaí. Salvo el
año aproximado que permanecen al pie de la montaña santa, los otros treinta y
nueve años transcurridos en el desierto se caracterizan por los cambios
constantes de lugar. La meta y el objetivo de los itinerarios de los patriarcas
y de sus descendientes es la tierra de Canaán: desde Mesopotamia, a través de
Canaán, hasta Egipto (patriarcas) y desde Egipto, a través del desierto, hasta
Canaán (israelitas). Dos grandes itinerarios simétricos que abarcan
prácticamente todo el Pentateuco.
Según la tradición judía y cristiana, Moisés escribió la Torà para enseñar a su pueblo la historia de la salvación desde la creación del
mundo hasta la entrada de Israel en la tierra prometida a sus antepasados. Es
obvio, sin embargo, que Moisés no pudo escribir el relato de su muerte (Dt 34)
ni otros muchos pasajes.
Según los estudios críticos modernos, la Torà no es obra de un solo autor, sino de varios autores y redactores, entre los
que no figura Moisés; su atribución a Moisés es una ficción literaria. Tampoco
es obra de los cuatro autores identificados por la teoría documentaria clásica (el Yahvista, el Elohísta, el Deuteronómico y el Sacerdotal), a
pesar de que así lo creyera la mayoría de los exegetas durante todo un siglo.
Hoy día, cada vez son menos los que abogan por dicha teoría. La autoría del
Pentateuco sigue siendo un problema sin resolver. Actualmente reina cierta
confusión y desconcierto sobre esta cuestión, sin que se logre un consenso.
En un punto, no obstante, están de acuerdo hoy día los exegetas: en la
necesidad de comenzar el análisis del Pentateuco por el texto final. El interés por remontar a los estratos
originales ha cedido el puesto al interés por el texto final. Se descartan las
fuentes u otras divisiones preestablecidas como punto de partida de la
investigación. El estudio sincrónico debe preceder al diacrònico. Esto no significa que se haya de conceder un valor absoluto al texto final
o que se hayan de minusvalorar los primeros estadios del texto. Más bien, al
contrario: la lectura sincrónica debe enriquecerse con la diacrònica. Solo así se podrán captar los diferentes matices de
los textos. Junto con la mayor valoración del texto final, los estudios
recientes han contribuido a revalorizar las últimas
redacciones, especialmente la sacerdotal y la deuteronomista.
En cuanto a la datación del Pentateuco, cada
vez son más los que sostienen que las primeras piezas literarias de una cierta
extensión no se pueden remontar a una época anterior al siglo VIII a.C. y que
la redacción fina! es de época posexílica. Seguramente, antes del exilio existieron
algunas versiones más o menos extensas de los patriarcas, especialmente de
Jacob, y de la salida de Egipto, así como también una edición primitiva del
Código de la Alianza y del Deuteronomio. Pero la unión de unas con otras en una
secuencia continuada, desde los patriarcas, pasando por la salida de Egipto y
el desierto, hasta la entrada en la tierra, difícilmente es anterior al siglo
vi o v a.C. Lo más probable es que sea de la época de Esdras.
A juzgar por Esd 7,11-26, la ley promulgada por Esdras era «la torá que el Señor, Dios de Israel, había dado por medio
de Moisés», de la que Esdras era un experto (7,6). La misión de Esdras tuvo
lugar en el séptimo año de Artajerjes (7,1-8), es decir, en el 458 si se
refiere a Artajerjes 1 o en el 398 si a Artajerjes II. En este período, la
comunidad judía posexílica necesitaba una ley para redefinir su identidad y resolver
las diferencias de tipo étnico, político, territorial y religioso, surgidas
como consecuencia del exilio. El interés común debió impulsar los diferentes
grupos judíos a la integración de las distintas tradiciones que conforman el
Pentateuco. De los intereses de la comunidad judía, a los que verosímilmente
hay que sumar los de las autoridades persas (cf. Esd 7,23), surgió la Torá.
De la historia de la investigación se desprenden tres lecciones:
Primera, que el Pentateuco se ha de leer tal como ha llegado hasta nosotros, sin
ideas preconcebidas. Solo el texto final, en toda su pureza e integridad, puede
garantizar un punto de partida sólido y fiable. Los pasos sucesivos deberán
conducir a una mejor comprensión de ese texto y se valorarán positivamente en
la medida en que lo logren.
Segunda: la conveniencia de integrar los análisis históricos y los literarios, los
estudios sincrónicos y los diacrónicos.
Tercera, que la Torá es el resultado no solo de una composición literaria a lo
largo de varios siglos, sino también de un proceso espiritual y canónico.
Además de una dimensión histórica y estética, la Torá tiene una dimensión
ético-religiosa. Por consiguiente, una lectura integral de la misma está
pidiendo que se valore su mensaje teológico. Pero una lectura teológica que se
precie, deberá apoyarse sobre pilares literarios e históricos.
La Torá es una enseñanza que nos ofrece y muestra un camino de vida. Jesús,
hijo de Sira, el autor del Eclesiástico, la describe poéticamente como un
océano inabarcable de sabiduría, alimentado por el caudal perenne de unos ríos
que rebosan inteligencia, prudencia y consejo (Eclo 24,23-29). Inspirados en
esta imagen, presentamos brevemente algunas de las enseñanzas teológicas
fundamentales de la Torá que discurren por la Biblia fertilizándola con su
sabiduría a la par que van trazando los caminos de Dios.
En cabeza del Génesis aparece la creación
del mundo y del hombre. La afirmación: Al principio creó
Dios el cielo y la tierra (Gén 1,1) muestra que Dios es anterior
a todo. Con la acción creadora, comienza el proyecto de Dios. La creación es el
acontecimiento fundamental del que parte la historia del mundo y de la
humanidad. La teología de la creación trazada en el Génesis no es simplemente
un preludio de la historia de la salvación, sino que sostiene, impregna y
abarca el conjunto de la revelación bíblica. En el Nuevo Testamento, la
convicción de que todo cuanto existe es obra de Dios procede directamente del Génesis. Tomando pie de este libro, Juan
inicia así su evangelio: En el principio
existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Este estaba
en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo
nada de cuanto se ha hecho (1,1.3). La melodía de la creación del
universo suena, con continuas variaciones, desde los primeros hasta los
últimos compases de la Biblia que se coronan con la visión del nuevo cielo y la
nueva tierra (Ap 21-22).
La liberación/salvación de Egipto,
gracias a la intervención del Señor, es la experiencia salvífica fundamental
de Israel. Constituye el centro del credo israelita (Dt 26,5b-9) y es un signo
de identidad del Dios de Israel: Yo soy el Señor, tu
Dios, que te saqué de la tierra de Egipto (Éx 20,2; Os 12,10). El
nombre mismo de YHWH (Éx 3,14-16) encierra la idea de «salvación», que se
manifiesta progresivamente a lo largo del Éxodo y de toda la Biblia. La
salvación del éxodo superó de tal modo las previsiones humanas y sociales que
los textos bíblicos la consideran como un milagro (cf. Éx 15,21; Dt 26,8).
Vivida y experimentada una sola vez en la historia, la liberación de los
hebreos de la esclavitud egipcia encierra una salvación capaz de expresar otros
hechos salvíficos. Así se explica que el Segundo Isaías, pregonero en Babilonia
del Dios salvador, anuncie la vuelta de Israel a Jerusalén como un segundo
éxodo, utilizando algunas imágenes del primero (cf. Is 43,11-21; 49,7.26). La
experiencia salvífica del éxodo es el mejor presupuesto para comprender no
solo los acontecimientos relacionados con el destierro de Babilonia, sino
también el acto divino de salvación en Cristo Jesús, a quien los apóstoles
anuncian como el Salvador definitivo (Hch 4,12).
La alianza es un concepto clave para
expresar las relaciones de Dios con los hombres y de estos con Dios. En el
Pentateuco, reviste diversas formas y matices en consonancia con los distintos
referentes: Noé (Gén 9), Abrahán (Gén 15 y 17), descendientes de Abrahán (Éx
2,23-25; 6,2-8), israelitas (Éx 19,4-6; 24,3-8). La teología deuteronómica de
la alianza se convirtió en la expresión normativa de la relación de Dios con
Israel y sirvió de categoría teológica fundamental para unificar el conjunto de
las Escrituras. Jer 31,31-34 anuncia una «nueva alianza», cuya característica
principal es que la Torá no se escribirá en «tablas de piedra», sino «en el
corazón» de los israelitas (cf. Is 51,7; Sal 37,31; 40,9), por lo que jamás se
podrá romper. El Nuevo Testamento se sitúa en una perspectiva de continuidad
fundamental al mismo tiempo que de progreso decisivo respecto del Antiguo Testamento.
La «nueva alianza» realizada por Jesús se establece sobre su sangre, que es
«sangre de alianza» (cf. Mt 26,28; Le 22,20; 1 Cor 11,25). Esta expresión
recuerda Éx 24,8, pero, mientras que el Éxodo se refiere a la sangre de
animales inmolados, el Nuevo Testamento se refiere a la sangre de Cristo, mediador de una alianza nueva (Heb 9,15).
En el contexto de la alianza del Sinaí, la ley se presenta como un don de Dios y como una tarea para
Israel. Las «diez palabras» o decálogo encarnan la ley fundamental. Su
colocación al comienzo de la sección del Sinaí, encabezando todas las leyes, da
a entender que estas son una concreción y desarrollo de aquellas. Debido a su
importancia y centralidad en la vida de Israel, la ley es punto de referencia
obligado a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Buen ejemplo de ello son los
textos de Jer 7,9 y Os 4,2, donde se percibe claramente el eco del decálogo, o
los «Salmos de la ley» (Sal 19; 119), donde se la ensalza mediante una amplia
serie de términos sinónimos. Jesús afirma la validez permanente de la ley
mosaica, al mismo tiempo que la reinterpreta en un sentido nuevo: No creáis que he venido a abolir la Ley [...] no he venido a abolir,
sino a dar plenitud (Mt 5,17). «Cumplir la ley» significa
devolverle su primitivo esplendor, en consonancia con el plan creador y
salvador de Dios. En el interior del discurso de Jesús sobre la ley se percibe
la esencia misma del evangelio. Mateo no ha querido expresar el Evangelio sin
la Ley, sino que ha expresado la Ley en el Evangelio. No se trata de sustituir
la Ley por el Evangelio, sino de integrarlos en la misma realidad: la Palabra
de Dios.
La promesa impregna el Pentateuco. Las
promesas patriarcales se dirigen en primer lugar a los antepasados de Israel,
pero apuntan en última instancia a todo el pueblo de Israel e incluso a las
demás naciones: Haré de ti [Abrahán] una gran nación... y en ti serán benditas todas las familias de la
tierra (Gén 12,2s). En Gén 13,15 la promesa de la tierra a
Abrahán y a sus descendientes vale «para siempre». Lejos de negar la validez de
estas promesas, el Nuevo Testamento las sitúa en un horizonte nuevo (cf. Le
1,55.73; Hch 11,1 ls). Tras presentar a Jesús como hijo de Abrahán (1,1), Mateo
precisa que no es suficiente ni necesario descender de Abrahán según la carne
(3,9). Lo decisivo, según Pablo, es la fe en Cristo; por ella, nos hacemos
hijos de Abrahán (Gál 3,7), pues Cristo es su descendiente privilegiado (Gál
3,16), y nos incorporamos a Cristo, pasando a ser descendencia de Abrahán y herederos según la promesa (Gál
3,29). La carta a los Hebreos interpreta la promesa de la tierra, hecha a
Abrahán, como una situación provisoria y pasajera, orientada hacia la patria
celestial. En definitiva, el Nuevo Testamento profundiza en el aspecto
espiritual y simbólico de las promesas veterotestamentarias.
La teología cristiana tradicional leyó el Antiguo Testamento como un libro
de promesas mesiánicas, como la historia de una inmensa esperanza que se colma
con la venida de Jesucristo. La interpretación crítica ha mostrado que las
promesas y las esperanzas bíblicas son muy variadas. La Torá es una obra
abierta, una gran obra literaria y teológica, que se redimensiona y se agranda
aún más cuando se lee en el amplio contexto de la Biblia cristiana.
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