domingo, 10 de febrero de 2013

6. Introducción al Pentateuco en la Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española (2010)

6. Introducción al Pentateuco en la Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española (2010)




La Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (Madrid 2010) es un texto trabajado por 24 especialistas, profesores de Sagrada Escritura. Según una instrucción pastoral del episcopado español será la única Biblia que se ha de usar en la liturgia como leccionario litúrgico, y la traducción a la que se remitan los documentos de la Conferencia Episcopal así como los Catecismos.
Las Introducciones que preceden a los libros – grupos de libros y libros en particular – están redactadas con un pleno conocimiento de la ciencia bíblica actual. Escritas con estilo llano, estas introducciones pueden leerlas, al igual que la gente de cultura normal, especialistas en la materia.
Por eso, llama la atención que a la cuestión de las cuatro fuentes del Pentateuco le dan una importancia muy relativa, tratando de leer la unidad del mensaje bíblico en su redacción actual, que es el único texto inspirado.
Como introducción sintética al Pentateuco, consideramos muy iluminadora la Introducción que tomamos de la citada Biblia.


Con el término Pentateuco se designa el conjunto de los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. La obra formada por estos libros se denomina también Torà, un sustantivo hebreo que se suele traducir por ley, pero que significa más bien enseñanza o instrucción.
El Pentateuco se puede leer e interpretar desde distintos puntos de vista. Unos lo consideran como un documento que ayuda a reconstruir el pasado. Otros, como un mo­numento. recreándose en sus elementos estéticos. Otros, en fin, como un evento de Dios que viene a los hombres en su palabra. En el fondo de estas interpretaciones, late la idea de que el Pentateuco / la Torà es el resultado de un proceso histórico, literario o religioso. Tres aspectos que, lejos de excluirse, se complementan.


El Pentateuco es una gran composición literaria con tres partes fundamentales: la primera trata de los orígenes del mundo y de la humanidad (Gén 1-11); la segunda, de los antepasados de Israel (Gén 12-50); la tercera, del pueblo de Israel antes de su entrada en la tierra prometida (Éx-Dt). En las dos primeras, predomina la narración; en la tercera, las narraciones se alternan con las leyes. Entre sus múltiples personajes, destacan Adán y Noé en la primera parte, Abrahán y Jacob en la segunda y Moisés en la tercera. Por encima de todos, descuella el Señor, el protagonista por excelencia de la Torà.

a)         Las narraciones suelen tener carácter histórico. Normalmente, los aconteci­mientos están dispuestos en una secuencia cronológica. Esto no convierte las narra­ciones en una crónica de los hechos. La «historia bíblica» no se puede entender en el sentido ciceroniano clásico de memoria del pasado. Este se recuerda en tanto en cuan­to de él se pueden extraer lecciones para el presente y el futuro. La historia del anti­guo Israel ha llegado hasta nosotros en una vasta obra narrativa que abarca desde la creación del mundo hasta la caída de Jerusalén y el destierro en Babilonia (Génesis- Reyes). El Pentateuco comprende la primera parte: desde la creación del mundo has­ta la muerte de Moisés. Más que una historia de Israel, las narraciones del Pentateuco son el relato de las gestas del Señor. No solo presentan a Dios salvando en la historia, sino también bendiciendo. A grandes rasgos, se pueden distinguir dos categorías: la histórica y la de providencia. El Éxodo y Números se orientan hacia los acontecimien­tos históricos; el Génesis y el Deuteronomio, hacia la bendición.
Un aspecto fundamental de la narración es su dimensión temporal. En los análisis de tipo narrativo, se distingue entre el tiempo narrado (la duración de las acciones y de los acontecimientos relatados) y el tiempo de narrar (la duración de la narración). En la primera parte del Pentateuco, el tiempo narrado es considerablemente más lar­go que en la segunda. Desde la creación del mundo (Gén 1) hasta la salida de Egipto (Éx 12,40-41) transcurren 2.666 años. En cambio, desde la salida de Egipto hasta la muerte de Moisés (Dt 34,7) soio pasan cuarenta años. Sobre el tiempo de narrar, dan una idea muy aproximada los versículos de cada libro: Génesis, 1.534; Éxodo, 1.209; Levítico, 859; Números, 1.288, y Deuteronomio, 955.

b)           Las leyes se conservan principalmente en cinco colecciones: el Código de la Alianza (Éx 20,22-23,19), la Ley de Santidad (Lev 17-26), el Código deuteronómico (Dt 12-26), el Decálogo (Éx 20,2-17; Dt 5,6-21) y el «Derecho de privilegio del Señor» (Éx 34,10-26). Sirven para regular el comportamiento del pueblo de Dios, especialmente en tres áreas; la jurídica, la ética y la cultual. En el antiguo Oriente Próximo, al igual que en Grecia y en Roma, las leyes tenían un origen humano. Teóricamente, esto vale tam­bién para las leyes del antiguo Israel, pero la Biblia las hace remontar a Dios. Con una diferencia fundamental: solo el Decálogo fue transmitido directamente por Dios (Éx 20,2; Dt 5,6); las otras leyes fueron transmitidas por Moisés (cf. Éx 20,18-21.22; Dt 5,22-31).
Las leyes del Pentateuco recibieron su impronta en el seno de la comunidad israe­lita. Una comunidad de personas libres que experimentó el poder de Dios en el mo­mento de la liberación de Egipto y su presencia cercana en la ratificación de la alian­za, acontecimientos decisivos para que el pueblo creyera en el Señor y aceptara sus leyes como norma de vida. Por eso la legislación bíblica no solo aparece como un don de Dios, sino también como una tarea para Israel.

c)           Los personajes raramente son presentados por sí mismos; en las narraciones suelen estar al servicio de la trama.
Dios es el personaje principal. Su presencia es constante; sus palabras y acciones, decisivas. En los momentos cruciales, interviene siempre. Se define a sí mismo como el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob (Éx 3,6.15) y como el que hizo salir a Israel de Egipto (Éx 20,2). El Dios de los antepasados de Israel (Gén 12-50) posee los rasgos de un patrón; el Dios del Éxodo-Deuteronomio, los de un guerrero y un legislador. Si a ellos se suman los propios del Dios creador (Gén 1-11), ya quedan esbozados los rasgos más salientes del Dios del Pentateuco.
Abrahán es el gran antepasado de Israel. Con él comienza una nueva etapa en la historia de la salvación. Desde los primeros pasos de la humanidad, la historia avan­za hacia Abrahán, de quien Dios hará una gran nación (Gén 12,2). Abrahán es el pa­dre de todo Israel, como Adán lo es de toda la humanidad. Lo que hace de Abrahán un personaje realmente distinto y singular es la llamada de Dios a romper con su pa­sado (12,1) y a emprender una nueva aventura (12,2s), a la par que su fe y obedien­cia al mandato divino (12,4). Las narraciones sobre Abrahán no intentan ofrecer una biografía del personaje. Son en buena medida legendarias y teológicas.
El nombre de Jacob se intercambia a menudo con el de Israel: Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, leemos en Gén 32,28. Los episodios relativos a su nacimiento y juventud (Gén 25,21-34; 27,1-40), a su huida y encuentro junto a un pozo con su fu­tura esposa (27,41-45; 29,1-14), a su matrimonio y al nacimiento de sus hijos (29,15- 30,24), así como a su retorno y encuentro con Esaú (31,1 -32,22; 33,1-20), acreditan su personalidad individual, a la par que le van convirtiendo en el héroe epónimo de Israel. En los rasgos individuales de Jacob se pueden percibir algunos componentes esenciales del pueblo de Israel. La historia de Jacob (Gén 25-50) conduce a la histo­ria del pueblo, que comienza en el Éxodo. La tradición no ha conservado un retrato «hagiográfico» de Jacob. Al contrario, este aparece desde el comienzo marcado por la ambigüedad (Gén 27,18.36). Con todo, Jacob/Israel es el elegido por Dios, a quien debe su posición especial frente a su hermano y a las naciones.
Acerca de Moisés, Éx-Dt ofrece una «biografía» especial que abarca desde su na­cimiento (Éx 2) hasta su muerte (Dt 34). No es la biografía de un lider en el sentido moderno, sino una seudobiografía, orientada desde el interés y el destino de Israel. Moisés es un instrumento de Dios al servicio de su pueblo. Su vocación y misión lo configuran como un jefe a la par que como un profeta (Éx 3,10; Dt 34,10-12). En el Sinaí, interviene como mediador entre Dios e Israel (cf. Éx 20,18s; Dt 5,5); en el desierto, como intercesor (Éx 15,22-25; 17,1-7; Núm 11, etc.). Es «el siervo de Dios» (Éx 14,31; Dt 34,5), con quien el mismo Dios mantuvo una relación singular (Núm 12,6-8; Dt 34,10).

Una de las notas más destacadas de estos personajes es su carácter itinerante. Los patriarcas transcurren gran parte de su vida errando de un lugar para otro (cf. Dt 26,5). Su itinerario cubre un amplio radio que va desde Ur de los caldeos (Gén 11,28), en Mesopotamia, hasta Egipto (Gén 46,6s), pasando por Jarán (Gén 11,31) y Canaán (Gén 12,5), donde residen la mayor parte del tiempo. Allí, cambian frecuentemente de lugar (Gén 12,5-9; 13,3.17s; 20,lss). Los hijos de Israel viajan desde Egipto hasta Canaán, pa­sando por el desierto del Sinaí. Salvo el año aproximado que permanecen al pie de la mon­taña santa, los otros treinta y nueve años transcurridos en el desierto se caracterizan por los cambios constantes de lugar. La meta y el objetivo de los itinerarios de los patriarcas y de sus descendientes es la tierra de Canaán: desde Mesopotamia, a través de Canaán, hasta Egipto (patriarcas) y desde Egipto, a través del desierto, hasta Canaán (israelitas). Dos grandes itinerarios simétricos que abarcan prácticamente todo el Pentateuco.


Según la tradición judía y cristiana, Moisés escribió la Torà para enseñar a su pue­blo la historia de la salvación desde la creación del mundo hasta la entrada de Israel en la tierra prometida a sus antepasados. Es obvio, sin embargo, que Moisés no pudo escribir el relato de su muerte (Dt 34) ni otros muchos pasajes.
Según los estudios críticos modernos, la Torà no es obra de un solo autor, sino de varios autores y redactores, entre los que no figura Moisés; su atribución a Moisés es una ficción literaria. Tampoco es obra de los cuatro autores identificados por la teo­ría documentaria clásica (el Yahvista, el Elohísta, el Deuteronómico y el Sacerdotal), a pesar de que así lo creyera la mayoría de los exegetas durante todo un siglo. Hoy día, cada vez son menos los que abogan por dicha teoría. La autoría del Pentateuco si­gue siendo un problema sin resolver. Actualmente reina cierta confusión y desconcier­to sobre esta cuestión, sin que se logre un consenso.
En un punto, no obstante, están de acuerdo hoy día los exegetas: en la necesidad de comenzar el análisis del Pentateuco por el texto final. El interés por remontar a los estratos originales ha cedido el puesto al interés por el texto final. Se descartan las fuentes u otras divisiones preestablecidas como punto de partida de la investiga­ción. El estudio sincrónico debe preceder al diacrònico. Esto no significa que se haya de conceder un valor absoluto al texto final o que se hayan de minusvalorar los pri­meros estadios del texto. Más bien, al contrario: la lectura sincrónica debe enrique­cerse con la diacrònica. Solo así se podrán captar los diferentes matices de los tex­tos. Junto con la mayor valoración del texto final, los estudios recientes han contribuido a revalorizar las últimas redacciones, especialmente la sacerdotal y la deuteronomista.
En cuanto a la datación del Pentateuco, cada vez son más los que sostienen que las primeras piezas literarias de una cierta extensión no se pueden remontar a una época anterior al siglo VIII a.C. y que la redacción fina! es de época posexílica. Seguramente, antes del exilio existieron algunas versiones más o menos extensas de los patriarcas, especialmente de Jacob, y de la salida de Egipto, así como también una edición pri­mitiva del Código de la Alianza y del Deuteronomio. Pero la unión de unas con otras en una secuencia continuada, desde los patriarcas, pasando por la salida de Egipto y el desierto, hasta la entrada en la tierra, difícilmente es anterior al siglo vi o v a.C. Lo más probable es que sea de la época de Esdras.
A juzgar por Esd 7,11-26, la ley promulgada por Esdras era «la torá que el Señor, Dios de Israel, había dado por medio de Moisés», de la que Esdras era un experto (7,6). La misión de Esdras tuvo lugar en el séptimo año de Artajerjes (7,1-8), es de­cir, en el 458 si se refiere a Artajerjes 1 o en el 398 si a Artajerjes II. En este perío­do, la comunidad judía posexílica necesitaba una ley para redefinir su identidad y re­solver las diferencias de tipo étnico, político, territorial y religioso, surgidas como consecuencia del exilio. El interés común debió impulsar los diferentes grupos judíos a la integración de las distintas tradiciones que conforman el Pentateuco. De los inte­reses de la comunidad judía, a los que verosímilmente hay que sumar los de las auto­ridades persas (cf. Esd 7,23), surgió la Torá.

De la historia de la investigación se desprenden tres lecciones:
Primera, que el Pentateuco se ha de leer tal como ha llegado hasta nosotros, sin ideas preconcebidas. Solo el texto final, en toda su pureza e integridad, puede garantizar un punto de partida sóli­do y fiable. Los pasos sucesivos deberán conducir a una mejor comprensión de ese tex­to y se valorarán positivamente en la medida en que lo logren.
Segunda: la conveniencia de integrar los análisis históricos y los literarios, los estudios sincrónicos y los diacrónicos.
Tercera, que la Torá es el resultado no solo de una composición literaria a lo largo de varios siglos, sino también de un proceso espiritual y canónico. Además de una di­mensión histórica y estética, la Torá tiene una dimensión ético-religiosa. Por consiguien­te, una lectura integral de la misma está pidiendo que se valore su mensaje teológico. Pero una lectura teológica que se precie, deberá apoyarse sobre pilares literarios e históricos.


La Torá es una enseñanza que nos ofrece y muestra un camino de vida. Jesús, hijo de Sira, el autor del Eclesiástico, la describe poéticamente como un océano inabarca­ble de sabiduría, alimentado por el caudal perenne de unos ríos que rebosan inteligen­cia, prudencia y consejo (Eclo 24,23-29). Inspirados en esta imagen, presentamos bre­vemente algunas de las enseñanzas teológicas fundamentales de la Torá que discurren por la Biblia fertilizándola con su sabiduría a la par que van trazando los caminos de Dios.

En cabeza del Génesis aparece la creación del mundo y del hombre. La afirmación: Al principio creó Dios el cielo y la tierra (Gén 1,1) muestra que Dios es anterior a todo. Con la acción creadora, comienza el proyecto de Dios. La creación es el acon­tecimiento fundamental del que parte la historia del mundo y de la humanidad. La teo­logía de la creación trazada en el Génesis no es simplemente un preludio de la histo­ria de la salvación, sino que sostiene, impregna y abarca el conjunto de la revelación bíblica. En el Nuevo Testamento, la convicción de que todo cuanto existe es obra de Dios procede directamente del Génesis. Tomando pie de este libro, Juan inicia así su evangelio: En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho (1,1.3). La melodía de la creación del uni­verso suena, con continuas variaciones, desde los primeros hasta los últimos compases de la Biblia que se coronan con la visión del nuevo cielo y la nueva tierra (Ap 21-22).
La liberación/salvación de Egipto, gracias a la intervención del Señor, es la expe­riencia salvífica fundamental de Israel. Constituye el centro del credo israelita (Dt 26,5b-9) y es un signo de identidad del Dios de Israel: Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto (Éx 20,2; Os 12,10). El nombre mismo de YHWH (Éx 3,14-16) encierra la idea de «salvación», que se manifiesta progresivamente a lo lar­go del Éxodo y de toda la Biblia. La salvación del éxodo superó de tal modo las pre­visiones humanas y sociales que los textos bíblicos la consideran como un milagro (cf. Éx 15,21; Dt 26,8). Vivida y experimentada una sola vez en la historia, la liberación de los hebreos de la esclavitud egipcia encierra una salvación capaz de expresar otros hechos salvíficos. Así se explica que el Segundo Isaías, pregonero en Babilonia del Dios salvador, anuncie la vuelta de Israel a Jerusalén como un segundo éxodo, utili­zando algunas imágenes del primero (cf. Is 43,11-21; 49,7.26). La experiencia salví­fica del éxodo es el mejor presupuesto para comprender no solo los acontecimientos relacionados con el destierro de Babilonia, sino también el acto divino de salvación en Cristo Jesús, a quien los apóstoles anuncian como el Salvador definitivo (Hch 4,12).
La alianza es un concepto clave para expresar las relaciones de Dios con los hom­bres y de estos con Dios. En el Pentateuco, reviste diversas formas y matices en con­sonancia con los distintos referentes: Noé (Gén 9), Abrahán (Gén 15 y 17), descen­dientes de Abrahán (Éx 2,23-25; 6,2-8), israelitas (Éx 19,4-6; 24,3-8). La teología deuteronómica de la alianza se convirtió en la expresión normativa de la relación de Dios con Israel y sirvió de categoría teológica fundamental para unificar el conjunto de las Escrituras. Jer 31,31-34 anuncia una «nueva alianza», cuya característica prin­cipal es que la Torá no se escribirá en «tablas de piedra», sino «en el corazón» de los israelitas (cf. Is 51,7; Sal 37,31; 40,9), por lo que jamás se podrá romper. El Nuevo Testamento se sitúa en una perspectiva de continuidad fundamental al mismo tiempo que de progreso decisivo respecto del Antiguo Testamento. La «nueva alianza» reali­zada por Jesús se establece sobre su sangre, que es «sangre de alianza» (cf. Mt 26,28; Le 22,20; 1 Cor 11,25). Esta expresión recuerda Éx 24,8, pero, mientras que el Éxo­do se refiere a la sangre de animales inmolados, el Nuevo Testamento se refiere a la sangre de Cristo, mediador de una alianza nueva (Heb 9,15).
En el contexto de la alianza del Sinaí, la ley se presenta como un don de Dios y como una tarea para Israel. Las «diez palabras» o decálogo encarnan la ley fundamen­tal. Su colocación al comienzo de la sección del Sinaí, encabezando todas las leyes, da a entender que estas son una concreción y desarrollo de aquellas. Debido a su im­portancia y centralidad en la vida de Israel, la ley es punto de referencia obligado a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Buen ejemplo de ello son los textos de Jer 7,9 y Os 4,2, donde se percibe claramente el eco del decálogo, o los «Salmos de la ley» (Sal 19; 119), donde se la ensalza mediante una amplia serie de términos sinónimos. Jesús afirma la validez permanente de la ley mosaica, al mismo tiempo que la reinterpreta en un sentido nuevo: No creáis que he venido a abolir la Ley [...] no he ve­nido a abolir, sino a dar plenitud (Mt 5,17). «Cumplir la ley» significa devolverle su primitivo esplendor, en consonancia con el plan creador y salvador de Dios. En el in­terior del discurso de Jesús sobre la ley se percibe la esencia misma del evangelio. Mateo no ha querido expresar el Evangelio sin la Ley, sino que ha expresado la Ley en el Evangelio. No se trata de sustituir la Ley por el Evangelio, sino de integrarlos en la misma realidad: la Palabra de Dios.
La promesa impregna el Pentateuco. Las promesas patriarcales se dirigen en primer lugar a los antepasados de Israel, pero apuntan en última instancia a todo el pueblo de Israel e incluso a las demás naciones: Haré de ti [Abrahán] una gran nación... y en ti serán benditas todas las familias de la tierra (Gén 12,2s). En Gén 13,15 la promesa de la tierra a Abrahán y a sus descendientes vale «para siempre». Lejos de negar la validez de estas promesas, el Nuevo Testamento las sitúa en un horizonte nuevo (cf. Le 1,55.73; Hch 11,1 ls). Tras presentar a Jesús como hijo de Abrahán (1,1), Mateo precisa que no es suficiente ni necesario descender de Abrahán según la carne (3,9). Lo decisivo, según Pablo, es la fe en Cristo; por ella, nos hacemos hijos de Abrahán (Gál 3,7), pues Cristo es su descendiente privilegiado (Gál 3,16), y nos incorporamos a Cristo, pasando a ser descendencia de Abrahán y herederos según la promesa (Gál 3,29). La carta a los Hebreos interpreta la promesa de la tierra, hecha a Abrahán, como una situación provisoria y pasajera, orientada hacia la patria celestial. En definitiva, el Nuevo Testamento profundiza en el aspecto espiritual y simbólico de las promesas veterotestamentarias.
La teología cristiana tradicional leyó el Antiguo Testamento como un libro de pro­mesas mesiánicas, como la historia de una inmensa esperanza que se colma con la ve­nida de Jesucristo. La interpretación crítica ha mostrado que las promesas y las espe­ranzas bíblicas son muy variadas. La Torá es una obra abierta, una gran obra literaria y teológica, que se redimensiona y se agranda aún más cuando se lee en el amplio contexto de la Biblia cristiana.
 

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